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LA PAZ ES PARA TODOS O NO ES LA PAZ
Diciembre 21 de 1984
Discurso del presidente Belisario Betancur en la clausura de las sesiones del Congreso de la República.
1. Proceso de paz en Colombia
Sabemos, desde luego, que el camino de la paz no puede ser un estado de ensoñación.
Queremos la paz con señas y realidad. En mi informe al Congreso advertí de qué modo habían culminado las aproximaciones iniciales con los grupos alzados en armas. Reiteré que seríamos benignos porque nos asistía, como nos asiste, la fortaleza. Dentro de los cauces legítimos, ha prosperado el diálogo con los grupos que lo reclamaban, el M-19, el EPL y el ADO, y ha contado con el generoso concurso de políticos y de parlamentarios. La comisión de Verificación se instaló y las FARC cumplieron el paso del cese del fuego a la tregua, que entró en vigor desde el primero de diciembre. A medida que el proceso avanza, con ciertos y fundados beneficios para muchas regiones, hemos multiplicado las alertas y las indicaciones para distinguir lo que es preciso distinguir. No me cansaré de reiterar que el espacio político que demandan los grupos de buena voluntad, les será otorgado como a todos los ciudadanos, con los precisos derechos que concede la ley, pero también con sus correlativas responsabilidades, deberes y limitaciones.
2. Motivaciones de la violencia
Detengamos un momento la reflexión sobre estos temas, de tan hondo calado en el alma nacional.
Aparte de los costos humanos y económicos de la lucha, la subversión armada contra el orden institucional plantea dos graves peligros: el primero, que llegue a triunfar; el segundo, que el Estado y la sociedad se deformen en el curso de los esfuerzos por suprimirla.
La violencia revolucionaria es generalmente fenómeno político que se alimenta de la inconformidad de sectores de la población, que viven una situación económica precaria.
Expresándolo así, quiero significar que las deficiencias de orden económico y social, como el subempleo, los bajos ingresos, los problemas de educación, salud y vivienda, sirven de fermento a la insurgencia revolucionaria, pero no la explican por completo, no son causa suficiente de ella.
Porque lo propio de los fenómenos de esencia política, es que tiene apoyo y contenido en la vida económica y social, pero no se desprenden como efectos pasivos de ella, no se relacionan con ella en términos de causalidad natural. Así, la miseria nutre las causas revolucionarias, pero la miseria no determina necesariamente, aquí y en todas partes, ahora y en cualquier momento, el surgimiento de un proceso de luchas revolucionarias.
Pensar así, sería desesperar de la paz. Pensar así, decir que mientras haya pobreza habrá lucha subversiva, no sólo resulta un error de juicio sino que es opinión que conduce a una posición absolutista, reñida con los intereses de la paz. No basta la miseria, definida en términos económicos y sociales, para que brote la chispa de la violencia subversiva y menos para que esa chispa encuentre terreno propicio y ocasione un incendio social.
Se necesita que entren en un juego otros elementos, de índole propiamente política. Por ejemplo, que los grupos sociales empobrecidos, desesperen por encontrar redención a través de un proceso de evolución social; que un pesimismo justificado por la experiencia, deprima sus esfuerzos de mejoramiento por las vías regulares, que pierdan toda creencia en la función progresiva del Estado; que considere a los grupos dirigentes como irremediablemente atrincherados en egoísmos de clase.
En síntesis; para que la miseria sirva de cultivo a la insurgencia revolucionaria, es preciso que el pueblo que la padece, pierda la esperanza de obtener progresos significativos en los marcos del orden institucional vigente.
3. La homogeneidad oscurantista
Un factor más, establece que el proceso revolucionario no es explicable sencillamente a partir de la pobreza, sino que tiene toda la complejidad propia de los fenómenos políticos; en efecto, a diferencia de los motines espontáneos que pueden generar una hambruna, como los que han conocido algunas ciudades de nuestro continente, la subversión contra el orden institucional constituye un proceso organizado y permanente, con cuerpos de dirección que trazan metas y estrategias; un proceso inteligente que persigue su propio crecimiento orgánico, mientras lucha por dar determinada conformación a la sociedad en que opera.
Los jefes de la subversión con verdaderos dirigentes políticos, que buscan encauzar la rebeldía generada por la miseria económica, hacían la ruptura violenta del orden institucional y el surgimiento de un nuevo orden, presidido por ellos.
Pero el triunfo de la violencia subversiva, lejos de dignificar el advenimiento de un nuevo orden fundado en la justicia y la paz social, origina un régimen político que ostenta, no de manera transitoria sino permanente, características totalitarias y persecutorias. El triunfo de la violencia subversiva engendra una formación patológica: lo que ayer fueron las concepciones de un partido, hoy ha de ser abrazado por el conjunto de la sociedad, y toda diferencia resulta inmediatamente considerada como un brote de beligerancias reaccionarias que debe ser reprimido.
Este temor, este rechazo enfermizo a la diversidad y la pluralidad, que no se circunscribe al terreno de las ideas políticas sino que se extiende a todas las manifestaciones de la vida social, empezando por las culturales, funda un clima de homogeneidad oscurantista que constituye, en términos de civilización, un precio demasiado alto, pagado en nombre de la supresión de los desequilibrios económicos.
Las sociedades que pagan este costo, son generalmente sociedades acorraladas por la historia, que asumen la amputación del espacio de la libertad política para perseguir la supervivencia material. Cualesquiera que sean sus logros en esta vía, y en cualquiera que sea nuestra comprensión de las urgencias que determinaron su drástica opción histórica, estas sociedades conocen una suerte que no puede ser en si misma valorada sino deplorada, que no puede ser envidiada sino que debe ser esquivada.
Los pueblos que puedan evitar este destino, tienen razón de felicitarse por ello. Así pues, la violencia revolucionaria debe ser temida, porque su triunfo está muy lejos de instaurar una democracia más completa, como sueñan sus conductores: lo que su triunfo produce corrientemente es la perpetuación de la violencia, en la forma de un Estado que unifica obsesivamente por la fuerza el cuerpo social y que extirpa con procedimientos represivos todo brote diverso; y esto de manera perpetua.
4. El sectarismo de la paz
Pero la violencia revolucionaria no es sólo temible por la eventualidad de su triunfo, sino que también por los procesos reactivos que espontáneamente se suscitan para combatirla. La patología, tanto física como psíquica, conoce bien estos procesos.
Para defenderse de un mal, los organismos desatan naturalmente movimientos defensivos, que muchas veces se convierten en enfermedad. Es lo que sucede en un Estado cuando, para combatir la lucha violenta contra el orden institucional, adopta
el carácter de un Estado represivo.
A la formulación sectaria de las paz, que proclaman los revolucionarios, esa según la cual la verdadera paz social, sólo puede ser fruto del triunfo violento de sus ideas, se opone aquí un nuevo sectarismo de la paz, que afirma que está consiste exclusivamente en la aniquilación de los violentos.
El antagonismo de estas dos formulaciones sectarias de la paz, asegura a la sociedad que le sirve de escenario, todas las desgracias de un combate sangriento inacabable que, para escándalo de la razón, tiene por contendientes dos bandos, que se proclaman, cada uno a su manera, como campeones de la paz.
El Estado, para asegurar el orden y evitar a la sociedad el destino azaroso de una revolución violenta, no tiene por qué definirse como un Estado represivo, cualquiera que sea la fuerza de los violentos.
La posición del estado frente a la subversión, debe definirse como la pacificación.
5. La empresa de la pacificación
Esto no significa, obviamente, que los hechos violentos no deban ser repelidos por la acción del aparato estatal: los hechos violentos deben rechazarse con todos los mecanismos de coacción con que cuenta el Estado, pero así mismo deben prevenirse en sus causas, y debe procurarse la disuasión de sus agentes.
Para ello, ha de tenerse presente lo que decía anteriormente: los movimientos subversivos, si bien se apoyan en la inconformidad social y económica, no se explican suficientemente por ella, que es como decir que su esencia no es económica sino propiamente política y que en su origen no debemos buscar solamente factores económicos sino condiciones que dependen de la política y la ideología.
La principal de estas condiciones he dicho, es que los informes encuentren cerrado el espacio político, taponada la vía regular del progreso, ahogadas por las circunstancias de sus manifestaciones de inconformidad.
La causa mayor de subversión, es que el espacio político existente aparezca a los ojos de los que sufren miseria, como un espacio indiferente a su destino, como un terreno que les cierra todo el camino.
Contra los gérmenes subversivos que genera la miseria cuando los que la sufren desesperan de encontrar mecanismos legales de cambio, la única respuesta racional es una empresa de pacificación que amplíe el horizonte político, que favorezca la manifestación de las inquietudes sociales, que abra nuevos canales de expresión a las aspiraciones populares.
Los problemas más sentidos del pueblo no se descubren gracias al trabajo de investigadores de la sociología, sino que han de poder revelarse gracias a su manifestación viviente y directa por aquellos que los padecen. La expresión reindicativa de las aspiraciones populares, es el conducto normal con que cuenta el Estado para conocer los males que padece el pueblo y reunir fuerzas para conjurarlos.
6. El espacio político para la paz
El espacio político, así concebido, actúa entonces como el escenario, no solamente de un Diálogo Nacional, sino de un verdadero concierto en que viven y aspiran a la realización todas las voces de la pluralidad social. Es esto lo que debe comportar una política de paz, frente a los factores de guerra y de violencia.
Sólo un Estado que abraza una política de paz como la que aquí justificamos, tiene posibilidades de desarmar a los violentos sin convertirse en un Estado violento, sin que los mecanismos de defensa que levanta contra el mal de la subversión, generen otro tipo de mal.
La historia de nuestro tiempo ilustra, por desgracia, con muchos ejemplos, las deformaciones a que esta expuesto el Estado y el conjunto del régimen político, en el curso de la lucha antisubversiva: quiero que esta afirmación tenga la transparencia de un hecho categórico intemporal, sin referencia a situación histórica alguna en concreto.
El Estado represivo es un Estado marcado por la violencia, contaminado por el mal que combate. Por el contrario, el Estado que levanta frente a la subversión una política de paz, coherente y sistemática, es el único que puede procurar a la sociedad el bien preciado de la paz.
Y digamos también: es el único que puede, temblarle la mano, descargar todo el peso de la fuerza material e institucional, sobre los brotes irreductibles de violencia, sin temer la contaminación, sin envenenar toda la atmósfera política.
La modernización de las Fuerzas Armadas ha seguido un curso constante. No se trata sólo del avance de proyectos que hace poco tiempo podían ser tildados de imaginarios, como la Base Naval de Desarrollo del Pacífico y Marandúa en los Llanos, sino de mejoras sustantivas en los estatutos, en los medios disponibles para luchar contra el crimen y en la formación y disciplina de quienes velan bajo el mando del gobierno por el orden y la libertad de los colombianos, a fin de que bajo ellos prospere la justicia.
Quedan desnudos de pretextos o de justificaciones actos como el secuestro, la extorsión o el boleteo, sobre los cuales recaerá el peso de la ley, sean cometidos en campos o en ciudades, fueren quienes fueren sus protagonistas y sean cuales sean las banderas bajo las cuales quieran cobijarse: por lo anterior, puede el Congreso estar cierto de que no son retóricos los enunciados del Gobierno cuando dispone la presencia permanente de la fuerza pública en el territorio nacional, sin excepciones y la severidad contra los delitos de asesinato, secuestro y extorsión.
El Frente Nacional permitió al país superar una confrontación violenta de años. Ahora cuando la sangre se derrama con motivaciones diferentes al enfrentamiento liberal-conservador, resulta necesaria la terapéutica de abrir espacios, garantizar para todos el acceso a los canales de expresión democrática, permitir la organización de las distintas tendencias e ideologías y asegurarles el acceso a los cargos de elección popular. Todo ello, claro está, sobre la base del respeto a la ley y de la paz para todos: no sólo para quienes han estado alzados en armas, sino para aquellos que han ejercido sus derechos pacíficamente, puesto que no puede confundirse la búsqueda de la tranquilidad pública, con la coacción o la amenaza, negación de aquella.
Desde luego, el uso de la violencia como herramienta política, es vituperable lo mismo cuando se predica contra los nacionales que contra los extranjeros y sus apologistas deben ser execrados y castigados en nuestro ordenamiento constitucional.
Porque la paz es para todos, o no es la paz.
BELISARIO BETANCUR
Fuente: Villarraga Sarmiento, Álvaro, compilador y editor. (2009) Gobierno del Presidente Belisario Betancur 1982-1986. Tregua y cese al fuego bilateral FARC, EPL, M-19, ADO. Tomo 1 - Serie el Proceso de Paz en Colombia. Bogotá, Colombia: Fundación Cultura Democrática, FUCUDE